El día amaneció encapotado, las temperaturas cayeron en picado y pronto empezó a llover. Los soldados españoles destinados en el campamento Ricketts, en la localidad afgana de Moqur, pasaron de sudar la gota gorda y caer enfermos por el polvo y el calor asfixiante, a abrigarse con todo lo que tenían y encasquetarse gorros de lana hasta las cejas. Porque eso sí, lloviera, nevara o hiciera sol, había que continuar con el repliegue. Ya había fecha para el cierre del último puesto avanzado de combate español en Afganistán, el 9 de marzo, y pasara lo que pasara, había que cumplir los plazos.
"Los que están alojados en las tiendas que vamos a desmontar, que
hagan el favor de coger sus cosas y las pongan en otro sitio", ordenó el
brigada Carlos Tercero. Y así empezó el baile de
literas: soldados cargando de un lado para otro con bártulos y literas
debajo de la lluvia, como si estuvieran salvando lo último que les
quedara, los muebles de la casa. Una casa en la que cada día había que
apretujarse más y más. "A mí me están matando tantos cambios", se
quejaba un soldado con sus pertenencias a cuestas.
Hace tan sólo dos semanas el campamento Ricketts contaba con 46 tiendas de campaña y unos 250 efectivos.
El miércoles pasado sólo quedaban seis tiendas en pie. El jueves había
que reducir ese número a la mitad. Y al día siguiente aún sería peor: no
podía quedar ninguna. Parte de los soldados destinados en Moqur ya
habían marchado la semana pasada, y estaban en la gran base militar
española de Qala-e-now, en la capital de la provincia de Badghis.
Pero aún así, en Ricketts quedaban 120 militares que
se tenían que alojar como pudieran en un espacio cada vez más reducido y
en una condiciones que no eran las mejores y que, día a día, iban a
peor. La cocina ya no estaba en funcionamiento: había que tirar de
raciones militares de comida empaquetada. Parte de los lavabos quedaron
fuera de uso, y sólo había cinco retretes para toda la tropa. Y por
supuesto, los aparatos de calefacción habían sido desinstalados.
Según el capitán Romero, jefe del campamento, habían
intentado ser equitativos: los militares privilegiados que habían
marchado antes del cierre de la base eran los primeros que habían
llegado a Afganistán en la rotación. Quedaban los últimos que habían
aterrizado en el país, y que ahora también serían los últimos de Moqur.
"Suerte que, cuando acabemos hoy de trabajar, nos podemos ir a la
tienda calentitos a ver la televisión", decían los soldados con sorna,
mientras trabajaban bajo la lluvia desmontando unas tiendas de campaña
que parecían muertos. Para mover una tienda se necesitaban al menos seis
personas.
Las tres únicas tiendas que quedaron en pie el jueves pasado por la
noche parecían el camarote de los hermanos Marx. Casi no había espacio
para moverse entre el mar de literas, situadas a poquísimos centímetros
la una de la otra.
A la pregunta de si les daba pena irse de Moqur, se hizo un inicial
silencio sepulcral entre los soldados en una de las tiendas, y después
sonó una carcajada generalizada. Estaba claro que a nadie le daba pena
marcharse de allí. Todos contaban las horas para dejar atrás Moqur.
Aunque eso sí, muchos aseguraban que estaban dispuestos a firmar donde
fuera para quedarse allí a cambio de ahorrarse la tortura del desmontaje
de la base.
fuente: El Mundo.
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